Ayuso no ha dejado de coleccionar aciertos desde que disolvió la asamblea madrileña para convocar elecciones autonómicas. El primero, fue aprovechar una moción de censura en Murcia para romper con un socio incómodo que amagaba con traicionarla -¿Aguado se llamaba?- en cuanto se le presentaba la oportunidad. No era una decisión fácil y presentaba muchos riesgos pero cuanto más (sobre)reaccionaban sus adversarios, más se visibilizaba que su golpe audaz los había dejado descolocados. La moción murciana fracasó mientras que las elecciones en Madrid siguieron adelante.
La oposición, desde Ciudadanos hasta el PSOE pasando por Podemos y el NeoPodemos de Errejón, hizo todo lo posible por evitar que los madrileños se expresaran en las urnas este próximo 4-M. Estas maniobras estaban destinadas al fracaso y es extraño que todos estos partidos se expusieran tan rápidamente a demostrar que no querían elecciones. Los defensores de las democracias participativas, de dar voz al pueblo, de que no se vote solo cada cuatro años o de que un presidente pueda perder su puesto a medio mandato en un referendum, corretearon por los laberintos de la burocracia para tratar de interpretar torticeramente las normas y evitar lo que defienden en grandes discursos. Era evidente que no les iba a salir bien y al final quedaron con el culo al aire, mala forma de empezar una precamapaña.
Superado este obstruccionismo de salida, el momento político también soplaba a favor de Ayuso. Era indiscutible que ella era la candidata de su partido mientras que en el resto de formaciones la sensación ha sido la de que nadie quería pasar por el trance electoral salvo Pablo Iglesias que, en un alarde caballeresco, ofreció sacrificar su maletín ministerial para salvar a una damisela en apuros. El de Galapagar, sin embargo, no sacrificaba nada, su puesto en Moncloa ya estaba amortizado y la idea de tener que recurrir a la principal figura política nacional de su partido para no desaparecer en unas elecciones regionales resulta de lo más descorazonador para la formación morada.
En el PSOE sonaron algunos nombres para sustituir al solo -y retorcido- Gabilondo pero ningún ministro debió verlo demasiado claro y nadie le gusta que lo lleven al matadero, aunque solo sea político. El propio presidente del gobierno Sánchez se ha arremangado para tratar de dirigir la campaña reforzando la envergadura política de Ayuso que debilita a su propio candidato. Atacar a Madrid puede ser una estrategia que funcione en unas elecciones catalanas pero apunta al fracaso en Madrid. Ya se ha dicho que Sánchez podría estar pensando en un elecciones nacionales para otoño pero este desgaste que tácticamente podría producirle réditos en otras autonomías a medio plazo supone un desgaste irrecuperable. Visibilizar de esta forma una derrota nacional en un campo regional solo serviría para mostrar que el tiempo político de Sánchez y del PSOE tocan a su fin.
Ungida ya como lideresa nacional, Isabel Díaz Ayuso tenía media campaña hecha a falta de rematar enmarcando -en términos lakoffianos– el debate con un sencillo “comunismo o libertad”. Facilón y maniqueo para algunos lo cierto es que ha atrapado a la oposición en un marco en que la Izquierda en general se encuentra incómoda ya que no puede explicar a los votantes que la libertad no es lo que cada uno quiera sino lo que ellos, la vanguardia del proletariado, decreta. Es además un pensamiento mucho más profundo de lo que aparenta ya que esa máxima de que a Madrid uno viene a que se le deje en paz entronca con una visión filosófica profundamente liberal del jardín de Epicuro frente a la planificación social que desde Platón todos los intelectuales que lo han intentado solo han coleccionando fracasos sin aprender la lección de Siracusa.
Sin perdernos en cuestiones “elevadas” Ayuso ha conectado con el sentir del madrileño, el de nacimiento o de adopción, que viene a Madrid a que le dejen ser uno mismo y a ganarse el pan. Una idea que recupera sentido en un contexto en el que se tratan de imponer nuevas normalidades, cierres de empresas y otras restricciones. Precisamente muchos elegimos Madrid porque es una ciudad abierta en la que al vecino no le importa lo que hagas y, como ha recordado Ayuso, ni con quién te acuestas. No es extraño que haya logrado despertar hasta el furor de la Chumina Power.
De hecho, los rivales que encararon las elecciones con la idea-fuerza de que Ayuso era demasiado permisiva en Madrid han tenido que recular y hasta la pistolera Mónica Garcia se ha tenido que tomar un café en el 100 Montaditos. Gabilondo ha pasado de pedir que se cierren los bares a negar, hasta tres veces como San Pedro, que no bajará los impuestos ni cerrará el Hospital Zendal en el improbable caso de que llegue a gobernar. Lo de improbable no lo dice él pero lo piensa. Gabilondo no quiere ser candidato, y se le nota demasiado. A diferencia de Salvador Illa o Pedro Sanchez que han mentido tanto que hasta ellos mismos ya se creen sus propias mentiras, Gabilondo no es capaz de transmitir… nada en general y sus ganas de ser presiente en particular.
Algo parecido le ocurre a Edmundo Bal, casi obligado a inmolarse políticamente pero no mucho, de ahí que no haya renunciado a su acta de diputado nacional. El mensaje para unos votantes de un partido que se hunde no puede ser más nefasto: ni el candidato confía en sus posibilidades de sacar un solo diputado. Posiblemente será lo que terminará pasando.
Hasta en Vox les cuesta explicar a los madrileños que si quieren que gobierne Ayuso tienen que votar a otro candidato. No entra dentro de la lógica que para reforzar a Ayuso lo que deben hacer sus votantes es no votarla, dejándola en una situación de debilidad en lugar de otra de fortaleza que podría darle una mayoría rotunda e incuestionable, ya no solo en la Comunidad de Madrid sino dentro de su propio partido. Extraño razonamiento que desprende cierta presunción de derrota, no se ofertan como posibles ganadores sino como pedigüeños de unos pocos escaños que les permita facilitar el gobierno… de otros.
Al fin y al cabo este es el punto común de todos los oponentes de Ayuso: la reconocen como ganadora. Si Ayuso por sí sola ya tenía pegada electoral le dan ese halo de victoria que en política se conoce como efecto bandwagon o arrastre. Nos guste o no un porcentaje importante de los votantes se decantan por el candidato que creen vencedor, se suben al carro de los ganadores más allá de otras cuestiones como ideas, programas electorales o simpatías personales. Es un comportamiento social muy estudiado en el que tienen que ver cuestiones psicológicas y que no solo afecta a la política.
¿Qué ocurrirá el 4M? Está por ver y queda toda la campaña que se hará muy larga, con todos los brazos mediáticos y los recursos del gobierno de Pedro Sánchez tratando de boicotear a Isabel Díaz Ayuso. Sánchez es capaz de cualquier cosa, hasta de quemar Roma como Nerón, tal y como ha demostrado cuestionando los datos epidemiológicos de Madrid que se validan en Moncloa. El furor popular parece estar con Ayuso pero debe traducirse en votos. Para alejar cualquier riesgo que arrastre a los madrileños por el camino de la servidumbre socialista su victoria debe ser absoluta. No hay nada escrito hasta que se cuenten todos los votos aunque las tendencias parecen bastante claras. Las claves estarán no solo en si Ciudadanos o Podemos consiguen entrar en la Asamblea madrileña, sino en la sangría electoral del PSOE que parece tener una herida incapaz de cerrar.
Atentos porque en apenas dos años Ayuso ha pasado de ser una candidata con poca soltura en los medios, escaso carisma y prácticamente desconocida a desenvolverse con fluidez abriendo y enmarcando debates en los términos que les son favorables además de ser muy conocida – y querida- tanto en Madrid como en el resto de España. Si no que se lo digan a Revilla y al resto de presidentes populistas que están ahogando a sus ciudadanos con restricciones que no tienen base científica. Llamadlo furor Ayuser o la forja de una nueva Dama de Hierro.